martes, 15 de julio de 2008

La condición humana



P
ocas frases habrán como esta -la condición humana-, que se han creado con tanta certeza y exactitud para describir, en 2 sencillas palabras, la aplastante magnitud de situaciones, acontecimientos y sentimientos de los que está empapada la existencia de todo ser humano. Las angustias y dolores, la felicidad y las alegrías, las enfermedades y agonías: todas ellas concluyendo en un común e inevitable destino. Nada impedirá vivirlas ni nadie quedará exento de atravesar este mundo de peripecias que, aunque impredecibles en el tiempo y espacio, son insalvables.
Y existe un lugar -quizá el más privilegiado de todos- donde se puede apreciar, con desnudez y límpida crudeza, la precariedad de esta nuestra humana existencia; ese lugar es, claro, el hospital. Allí, las escenas que se viven todos los dias con sus largas y siempre frías noches, no son como las que el engañoso Hollywood nos presenta en la TV diaria o en el cine. Obviamente, no. La sangre, el sufrimiento y, por cierto, la muerte, tienen en un hospital cuerpos, rostros y nombres propios y corresponden a una realidad tan brutal que cualquier intento por describirlas resultaría borroso y débil.
Días atrás -por desgraciada necesidad personal-, estuve durante largas y dolientes horas en la gran sala de emergencia de un hospital general de Lima. Allí, presencié imágenes y viví verdades que, en teoría, todos conocemos pero que, casi nunca, palpamos: modestas mujeres con sus sufrientes niños que ruegan atención y entre esos inacabables llantos y gemidos aparecen, se cruzan, se yuxtaponen, los cuerpitos con sus yesos y las suturas y la sangre por doquier. Pero también están los hombres viejos -son los otros grandes necesitados-, aplastados en camillas, con unas quejas casi mudas, con sus miradas perdidas y sus esperanzas nulas. Así llegan y así se van. Ví, también, la terrible presencia de la muerte; esta vez en el indefenso cuerpo de una niña ("la estamos resucitando", había mentido minutos antes la enfermera), y a sus jóvenes padres, traspasados de dolor, explotando en gritos tan profundos que no venían, seguro estoy, ni del fondo de sus almas o de sus entrañas sino de toda la humanidad doliente, de toda nuestra sufrida condición humana: "¡...que por qué, Señor, que su hijita no, que no, que no...!". En torno a ellos, gramos, apenas, de piedad en las miradas, toneladas de indolencia en la actitud. ¿Por qué sorprenderme?: los peruanos de hoy somos así. Aceptamos, torpe y borreguilmente, como si fueran natural e inevitables, la pobreza y la inequidad.

Si -como bien sabemos- ridículamente efimeras y deleznables son nuestras existencias, tal vez se engrandecerían si creyésemos -¡un poco al menos!- en la piedad con nosotros y, sobre todo, con los otros...pero, si esto sucediese, nuestra condición ya no sería, por definición, humana.

jul. 20.














martes, 1 de julio de 2008

La Monja y el Gerente



'M
aria Delia' es una monja. La conocí hace unos 20 años, meses más meses menos, en una época en que, por una especie de celada amical, fui atrapado en lo que, comúnmente, suele llamarse la Administración Pública, es decir el Estado. Mi cargo -gerente de la Beneficencia de Lima- me otorgaba el manejo de 1500 trabajadores, desde honorables médicos e incontables abogados hasta humildes enterradores, y alrededor de 1200 beneficiarios, entre niños -supuestamente huérfanos-, ancianos de toda condición en plata y salud, gestantes y parturientas y hasta muertitos -aún tibios- destinados al más antiguo panteón de Lima.
Fue en un uno de esos agobiantes días de quijotesca pelea por organizar lo inmanejable y moralizar lo inmoralizable, que conocí a María Delia. Era, por ese entonces, aún joven (y además, lo recuerdo, serenamente guapa y coqueta). Me buscó porque quería insistir una vez más, después de tantos intentos anteriores, todos frustrados, en que la administración le acogiera una solicitud de apoyo a un caro proyecto de su Congregación, las Hermanas del Buen Pastor.

Me explicó en pocas, precisas y musicales palabras la belleza de un proyecto de auxilio a las niñas madres abandonadas de Lima: habían muchísimos casos de adolescentes -pobres casi siempre- que al quedar embarazadas eran expulsadas de sus casas. Ese era el terrible primer paso para un inevitable destino común: los abortos y la prostitución. La Beneficencia, aunque obligada por un Convenio con la iglesia y su Congregación, debería haber apoyado el proyecto de crear un Hogar para ellas, pero la indolencia de ilustres cleptócratas antecesores míos, lo había impedido. Así me lo planteó ese día la monjita mientras me arrinconaba con esa su astuta pero angelical mirada. No sabía por qué -me dijo- pero creía que sí, esta vez, Dios la iba a escuchar.
Sellamos la reunión con un abrazo de mutuo compromiso y, gracias también a la desbordante complicidad del presidente de la institución, en pocos meses el Hogar fue una realidad: un lugar (ubicado en Salamanca, Ate) donde las jóvenes eran atendidas integralmente, instruídas en un oficio y protegidas hasta que pudieran valerse por sí mismas y sostener mínima pero dignamente a sus niños.
Luego de la formal inauguración nos vimos solo algunas veces más pues yo ya había vuelto a mi vida normal fuera del ogro filantrópico; pero, al cabo de algunos años, sorpresivamente, recibí una postal de Roma: era Delia que me enviaba sus recuerdos y oraciones.

En una última ocasión -hace dos o tres años- al saber que había vuelto de Roma, en donde se desempeñaba como Superiora de la Congregación, la visité en el mismo Hogar. Allí, socarronamente (conocedora de mi aversión a la exhibición) me presentó con aire ceremonial ante sus colegas y las ya numerosas madres alojadas, como el gran responsable de la obra. Me di cuenta que era su tardía venganza pues para la inauguración del Hogar, yo había ordenado hacer una gran placa de granito con el nombre del presidente de la república, que había ofrecido asistir (y no fue, claro), el de la Beneficencia y -contra su expreso deseo- el de María Delia. Yo me eximí.

Tal vez en algún momento de estos ya escasos años que nos quedan -al menos con estos cuerpos y en este mundo-, podremos reencontrarnos pero, si no fuera así, no importa porque estoy seguro que, ambos, en un rinconcillo pequeño pero especial del corazón nos tenemos guardado un abrazo tan cálido y alegre como el de esa recordada primera vez.
Me pregunto: ¿Las buenas causas nacerán siempre así?

julio 1.