Pocas frases habrán como esta -la condición humana-, que se han creado con tanta certeza y exactitud para describir, en 2 sencillas palabras, la aplastante magnitud de situaciones, acontecimientos y sentimientos de los que está empapada la existencia de todo ser humano. Las angustias y dolores, la felicidad y las alegrías, las enfermedades y agonías: todas ellas concluyendo en un común e inevitable destino. Nada impedirá vivirlas ni nadie quedará exento de atravesar este mundo de peripecias que, aunque impredecibles en el tiempo y espacio, son insalvables.
Y existe un lugar -quizá el más privilegiado de todos- donde se puede apreciar, con desnudez y límpida crudeza, la precariedad de esta nuestra humana existencia; ese lugar es, claro, el hospital. Allí, las escenas que se viven todos los dias con sus largas y siempre frías noches, no son como las que el engañoso Hollywood nos presenta en la TV diaria o en el cine. Obviamente, no. La sangre, el sufrimiento y, por cierto, la muerte, tienen en un hospital cuerpos, rostros y nombres propios y corresponden a una realidad tan brutal que cualquier intento por describirlas resultaría borroso y débil.
Días atrás -por desgraciada necesidad personal-, estuve durante largas y dolientes horas en la gran sala de emergencia de un hospital general de Lima. Allí, presencié imágenes y viví verdades que, en teoría, todos conocemos pero que, casi nunca, palpamos: modestas mujeres con sus sufrientes niños que ruegan atención y entre esos inacabables llantos y gemidos aparecen, se cruzan, se yuxtaponen, los cuerpitos con sus yesos y las suturas y la sangre por doquier. Pero también están los hombres viejos -son los otros grandes necesitados-, aplastados en camillas, con unas quejas casi mudas, con sus miradas perdidas y sus esperanzas nulas. Así llegan y así se van. Ví, también, la terrible presencia de la muerte; esta vez en el indefenso cuerpo de una niña ("la estamos resucitando", había mentido minutos antes la enfermera), y a sus jóvenes padres, traspasados de dolor, explotando en gritos tan profundos que no venían, seguro estoy, ni del fondo de sus almas o de sus entrañas sino de toda la humanidad doliente, de toda nuestra sufrida condición humana: "¡...que por qué, Señor, que su hijita no, que no, que no...!". En torno a ellos, gramos, apenas, de piedad en las miradas, toneladas de indolencia en la actitud. ¿Por qué sorprenderme?: los peruanos de hoy somos así. Aceptamos, torpe y borreguilmente, como si fueran natural e inevitables, la pobreza y la inequidad.
Si -como bien sabemos- ridículamente efimeras y deleznables son nuestras existencias, tal vez se engrandecerían si creyésemos -¡un poco al menos!- en la piedad con nosotros y, sobre todo, con los otros...pero, si esto sucediese, nuestra condición ya no sería, por definición, humana.
jul. 20.