martes, 29 de septiembre de 2009

DEL SACACHISPAS Y EL MIGUELITO



C
olgado de una de las paredes de esa vieja casa arequipeña, de largos zaguanes y techos altísimos en donde transcurrió mi infancia, lucía siempre un cruel instrumento de castigo y represión al cual todos los niños conocíamos por su terrorífico nombre:
Sacachispas. Por entonces -mediados del siglo pasado-, no había hogar 'decente' donde no existiera un ejemplar del dolorosísimo látigo y, por cierto, no había niño que no temblara ante su sola presencia.
Los padres lo utilizaban -con eficacia absoluta- para sofocar cualquier intento de indisciplina o insubordinación hogareña. La temida frase materna de "ahorita saco el sacachispas" nos hizo palidecer muchas veces a mi hermano Jorge y a mí (mi hermana, por entonces era ya mayor). Sin embargo, una advertencia salvadora habría de llegar para vetar para siempre el uso del sacachispas en la casa familiar; mi padre -hombre de espíritu libérrimo y conducta autócrata hasta el fanatismo- convenció a la Emilia, mi madre, de que a los niños no se les debe castigar ni -mucho menos- prohibir nada, pues, "cada uno sabrá siempre lo que hace y por qué lo hace..."

Mi padre, quien es, en realidad, el motivo de esta nota, jamás creyó en la represión para formar una vida; más bien su filosofía -intuitiva y totalmente empírica- se basaba en la responsabilidad individual de cada ser humano. Y, la verdad, que a lo largo de su vida siempre fue consecuente con esta manera de pensar. Miguel siempre vivió así.

Cuando tomó la (sabia) decisión de huir -para siempre- de la escuela, andaba en los 12 o 13 años de edad. A partir de entonces, se dedicó a lo único que verdaderamente amaba: el trabajo. Muy temprano, de madrugada (en Arequipa eso significa apenas las dos o tres de la mañana) en la chacra campiñera de su padre -el abuelo Benigno- ensillaba uno de los caballos y cargaba en unos burritos laboriosos los porongos repletos de leche muy fresca -que es tibia y espumosa- para repartirla , casa a casa, por las empedradas callejuelas de un barrio llamado Paucarpata. Esa temprana y límpida convivencia del adolescente 'Miguelito' -así le llamaron siempre todos- con los caballos y la vida sin amarras ni controles, marcarían para siempre su existencia.

Y así fue como, una buena mañana, después de su rutina en la chacra llegó, a lomo de caballo, hasta las inmediaciones del hipódromo de Arequipa: el descubrimiento de ese mundo en donde el caballo era el centro de todo, lo fascinó y hasta allí volvería, dia tras día, ofreciéndose para montar y domar a cualquier caballito chúcaro y una vez que se hizo conocido, alguien lo convenció para que se hiciera jockey; años después se convertiría en entrenador con caballos imbatibles en esas canchas. Su Arequipa, entonces, le resultó chica emigrando a Lima donde llegó a la cima de su carrera. Esta misma profesión le haría recorrer luego diversos hipódromos, desde Nueva York hasta Buenos Aires. Pero pese a todo lo vivido, siempre, siempre, se jactó de que su mayor orgullo no era lo que había logrado sino, simplemente, su persona y su querido nombre.

Tengo aún muchos recuerdos de él, como este del famoso sacachispas y su salvador veto, y, aunque la vida, hace ya tiempo, nos ha alejado mucho -en verdad, demasiado-, el día que, desde su actual retiro en el cual vive postrado sus últimos años, parta al más allá, recién llegaré a saber a cabalidad, cuánto quedó en mí de su presencia como padre o como amigo. Quizá entonces podré -finalmente- completar esta nota...

oct. 09




jueves, 23 de julio de 2009

CARTA A PAUL



Q
ueridísimo
Paul:


Han transcurrido unos densos y largos meses desde aquel buen día en que confirmé la decisión de escribirte una cartita, la cual tendría que ser absolutamente personal y, de hecho, muy sui géneris ya que el destinatario -obviamente tú, mi querido amigo- nunca podrías leerla. Más, aún así, se volvía necesaria para que este escribidor pudiese abrirse en mente y alma al hablar de un ser extraordinario y único, con el cual he tenido la fortuna de encontrarme en este polvoriento camino, sin principio ni final, al cual llamamos vida.

Deberé contarte, desde ya, que siento admiración por tu aguda inteligencia y también, por cierto, por ese sexto sentido -debo llamarlo de alguna manera- que posees para enfrentar la rutina diaria: siempre -¡siempre!- despiertas con desbordante alegría y entusiasmo y, lo primero que haces, es buscar a tu familia, es decir todos los que te rodeamos en esta casa, para brindarnos gemiditos, todo tipo de caricias y obstinados -por no decir obsesivos- besos, lo cual, en verdad, convierte en innecesario que pronuncies cualquier palabra; tu lenguaje es más que elocuente. Podría ser, me pongo a pensar, que esas buenas y ejemplares maneras de vivir quizás las mantienes porque -a diferencia de los de tu entorno humano- a tí tus padres no te enviaron a ninguna escuela o colegio...¡que suerte, amiguito!

Sonreirías, Paul, si supieras que la raza humana es considerada, por los mismos humanos, claro, como la más inteligente y sabia de todas las existentes; a las otras (animales supuestamente 'irracionales') -entre las cuales, perdona, está la tuya- se les otorga, despreciativamente, un status inferior; pero, no te extrañes mucho porque, aunque no lo creas, dentro de esta misma sabia raza humana, hace 20 siglos, existió un filósofo muy famoso por sus conocimientos y enseñanzas quien pregonaba que muchos de sus congéneres -se refería a los esclavos- no tenían categoría de humanos, aunque tampoco de animales, y por ello los denominaba, inteligentemente, 'objetos animados'. Aristóteles, -ese bicho del que hablamos-, obviamente, no fue la excepción, pues, la humanidad entera, exactamente, como objetos trató , durante muchísimo tiempo, a estos desgraciados seres. Es ese mismo trato -vejatorio y estúpido- como el que aún siguen recibiendo esas clases dizque 'inferiores' a los que se les llama animales.

Quisiera pedirte, al respecto, que no vayas a sentir ni una pizca de nostalgia o pena por no ser un 'humano', porque si lo fueras, aprenderías y practicarías, inevitablemente, la deslealtad o la envidia, por ejemplo, o sentirías el odio (eres tan bueno que no entenderás nunca lo que es) hacia otros seres y, si pudieras, harías daño y, quizá hasta matarías por ese odio; tendrías, además, que vivir siempre esclavizado al dinero y -lo peor- temeroso de que cualquier sorpresivo día... te llegue la muerte. Así viven todos los humanos, por lo que, al menos en esta existencia, ¡te salvaste amiguito!

Tu sabes -es un decir- que estas notas las hago por si algún futuro nieto mío, algún día, sienta interes en leerlas . Por ello, en fecha incierta, cuando alguno de estos nietos, ya entonces de carne y hueso, pueda acercarse a esta carta, con toda certeza que tanto tú como yo estaremos participando de otra realidad. Pero eso, buen Polito, no deberá significar que esta maravillosa amistad habrá terminado, pues tanto tú como yo, de eso estoy muy seguro, con cada palabra leída: ¡reviviremos!

Cariñosamente.