TODA catástrofe -entre ellas, los terremotos-, da lugar siempre a que la conmovida opinión mundial exprese su conmiseración y su espìritu solidario. Organizaciones como la Cruz Roja u otras y los gobiernos de países prósperos, envían todo tipo de ayuda y, de este modo, las conciencias de todos van quedando automáticamente en paz.
Un reciente terremoto ocurrido en el Perú, es una clara muestra de lo dicho. Sin embargo, hay otros tipos de catástrofes que, pese a ser de mayor magnitud por sus implicancias humanas y morales, son aceptadas, cotidiana y perfectamente, por esa misma "comunidad" internacional, tal vez, porque el causante de estas no ha sido la naturaleza, sino el hombre mismo.
Hace sólo un siglo, en el Congo Belga africano, un ilustre monarca europeo (el rey Leopoldo II de Bélgica), en menos de 10 años erigió un próspero imperio económico, en provecho propio, gracias al esclavizante exterminio de varios m-i-l-l-o-n-e-s de nativos congoleses y a la inmisericorde matanza de, prácticamente, la totalidad de la población de elefantes. Así, caucho y marfil, ensangrentados pero abundantes, marcharon a nutrir las prósperas industrias y el comercio de los ávidos países europeos y de ultramar. Esos gobiernos, lejos de preocuparse por el tenebroso origen de las riquezas africanas, más bien -así lo testimonia la historia- ensalzaron la labor "civilizadora y benefactora" del astuto sátrapa Leopoldo en ese remoto país de caníbales y animales salvajes.
Aún hoy, los visitantes a la moderna Bélgica pueden admirar bellos monumentos erigidos a la memoria del buen Leopoldo e, inclusive, visitar un museo dedicado a la memoria del notable genocida real.
Pero no es esta, por desgracia, una historia excepcional. Con la misma excusa de ser representante de una 'civilización superior', otro genio del mal, el austríaco Adolph Hitler inventó el nazismo para apoderarse de Alemania y Europa entera, proclamando la supremacía de la raza Aria y la necesidad de exterminar a la nación judía. Pero recordemos que el nazismo no se gestó ni desarrolló de la noche a la mañana; fueron largos años previos a la invasión polaca de 1939 en los que, pese a todas las evidencias políticas y militares, ningún gobierno contemporáneo se atrevió a condenar y, menos, a actuar en contra de Hitler y el nazismo. Aún después de avanzada la guerra de expansión alemana, los EEUU se negaron a participar militarmente y ello sólo ocurrió, como todos recordamos, después del ataque japonés en Pearl Harbor.
Se hace evidente que si hay una línea que separa a la civilización de la barbarie, ella es delgada y muchas veces invisible; sólo así se explica que naciones cultas, con gobiernos prósperos e incluso formalmente democráticos, cometan casi en forma natural y con total inpunidad, actos de barbarie absoluta.
La Bélgica de 1900 y la Alemania de 1940 (son sólo dos ejemplos) se enlazan, por su inmoralidad y vesanía, a lo que hoy practican los EEUU en Irak. Esto es algo real y objetivo: la democracia más poderosa de la tierra, la nación bandera de la civilización occidental, actúa a las órdenes de las todopoderosas corporaciones de la gran industria de la guerra y del petróleo. El resultado -pese a las censuras y autocensuras-, lo vemos día tras día en todos los medios. Estos miles y miles de civiles inocentes muertos en una invasión de rapiña que está llevando a un holocausto (el primero del siglo XXI) a Irak, no han merecido el reclamo ni el apoyo efectivo de ningún país occidental y cristiano. Quizá algunos gestos líricos o golpes de pecho que, frente a los hechos, se pierden en la impotencia y el olvido.
Allá por 1760, un notable pensador europeo, Rousseau, escribió un libro que le valió una cruel persecución. En él, manifestaba con extraordinaria racionalidad, que dado el carácter irreconciliable entre naturaleza y cultura, se hacía necesario crear un nuevo "contrato social" que permitiera, gracias a la educación y el derecho, una redención de la sociedad. Aún hoy, seguimos negando a Rousseau pues esa redención no ha llegado y, seguramente, nunca lo hará.
(agosto 20)
Un reciente terremoto ocurrido en el Perú, es una clara muestra de lo dicho. Sin embargo, hay otros tipos de catástrofes que, pese a ser de mayor magnitud por sus implicancias humanas y morales, son aceptadas, cotidiana y perfectamente, por esa misma "comunidad" internacional, tal vez, porque el causante de estas no ha sido la naturaleza, sino el hombre mismo.
Hace sólo un siglo, en el Congo Belga africano, un ilustre monarca europeo (el rey Leopoldo II de Bélgica), en menos de 10 años erigió un próspero imperio económico, en provecho propio, gracias al esclavizante exterminio de varios m-i-l-l-o-n-e-s de nativos congoleses y a la inmisericorde matanza de, prácticamente, la totalidad de la población de elefantes. Así, caucho y marfil, ensangrentados pero abundantes, marcharon a nutrir las prósperas industrias y el comercio de los ávidos países europeos y de ultramar. Esos gobiernos, lejos de preocuparse por el tenebroso origen de las riquezas africanas, más bien -así lo testimonia la historia- ensalzaron la labor "civilizadora y benefactora" del astuto sátrapa Leopoldo en ese remoto país de caníbales y animales salvajes.
Aún hoy, los visitantes a la moderna Bélgica pueden admirar bellos monumentos erigidos a la memoria del buen Leopoldo e, inclusive, visitar un museo dedicado a la memoria del notable genocida real.
Pero no es esta, por desgracia, una historia excepcional. Con la misma excusa de ser representante de una 'civilización superior', otro genio del mal, el austríaco Adolph Hitler inventó el nazismo para apoderarse de Alemania y Europa entera, proclamando la supremacía de la raza Aria y la necesidad de exterminar a la nación judía. Pero recordemos que el nazismo no se gestó ni desarrolló de la noche a la mañana; fueron largos años previos a la invasión polaca de 1939 en los que, pese a todas las evidencias políticas y militares, ningún gobierno contemporáneo se atrevió a condenar y, menos, a actuar en contra de Hitler y el nazismo. Aún después de avanzada la guerra de expansión alemana, los EEUU se negaron a participar militarmente y ello sólo ocurrió, como todos recordamos, después del ataque japonés en Pearl Harbor.
Se hace evidente que si hay una línea que separa a la civilización de la barbarie, ella es delgada y muchas veces invisible; sólo así se explica que naciones cultas, con gobiernos prósperos e incluso formalmente democráticos, cometan casi en forma natural y con total inpunidad, actos de barbarie absoluta.
La Bélgica de 1900 y la Alemania de 1940 (son sólo dos ejemplos) se enlazan, por su inmoralidad y vesanía, a lo que hoy practican los EEUU en Irak. Esto es algo real y objetivo: la democracia más poderosa de la tierra, la nación bandera de la civilización occidental, actúa a las órdenes de las todopoderosas corporaciones de la gran industria de la guerra y del petróleo. El resultado -pese a las censuras y autocensuras-, lo vemos día tras día en todos los medios. Estos miles y miles de civiles inocentes muertos en una invasión de rapiña que está llevando a un holocausto (el primero del siglo XXI) a Irak, no han merecido el reclamo ni el apoyo efectivo de ningún país occidental y cristiano. Quizá algunos gestos líricos o golpes de pecho que, frente a los hechos, se pierden en la impotencia y el olvido.
Allá por 1760, un notable pensador europeo, Rousseau, escribió un libro que le valió una cruel persecución. En él, manifestaba con extraordinaria racionalidad, que dado el carácter irreconciliable entre naturaleza y cultura, se hacía necesario crear un nuevo "contrato social" que permitiera, gracias a la educación y el derecho, una redención de la sociedad. Aún hoy, seguimos negando a Rousseau pues esa redención no ha llegado y, seguramente, nunca lo hará.
(agosto 20)