El mejor juzgador de los hombres es el Tiempo.
La dinámica temporal logra, infaliblemente, que las conductas o las obras humanas sean visualizadas en su verdadera dimensión; el Tiempo es el acerado filtro de las pasiones, el infalible decantador de los odios o los amores, el procaz desnudador de los ropajes y oropeles. El tiempo es, en fin, el gran testigo de cargo de las almas muertas (con perdón de los que creen en la inmortalidad de las mismas).
El Tiempo ha condenado nombres de personajes que, en su periodo de terrena existencia, gozaron del poder o la fama, pero también ha reinvindicado la grandeza de otros seres que pasaron por este mundo sin recibir los halagos y satisfacciones que por su pensamiento u obra bien se los merecían.
Quizás por ello, Passolini -gran cineasta, mejor poeta- insistía que la vida de un hombre es idéntica a la de un filme: sólo al concluir el montaje (la muerte) se le puede valorar. Pegado el último pie de película, exhalado el último suspiro, no habrá tiempo para más, y recién entonces, ese filme o esa vida tendrán sentido. Concluída la vida, montada la película, ya no existe, en absoluto, el Tiempo. Queda apenas la fría imagen , la infiel memoria.
Siendo así entonces, como lo es, y pensando con toda lealtad: ¿a qué ser inteligente, le puede interesar esa estupidez llamada inmortalidad?
Siendo así, como es: la infinita suma de nuestras finitas vidas, sólo él, el Tiempo, es Inmortal.
feb, 15.
lunes, 21 de enero de 2008
viernes, 11 de enero de 2008
In ARTICULO MORTIS
Parece ser verdad -si tenemos que creerles a los que saben más- que los únicos animales conocidos que poseen plena conciencia acerca de la inevitabilidad de su muerte, somos nosotros, los humanos. Hay otras especies que también, al igual que la nuestra, lloran la pérdida de sus seres más queridos (los elefantes, por ejemplo), pero que no llegan a alcanzar este raro privilegio humanoide de reconocer su finitud. Y uno, claro, se podría preguntar con curiosidad : ¿cómo serían nuestras vidas si no tuviéramos ese terrible conocimiento de que somos mortales? La experiencia de la vida gregaria y el grado de desarrollo cerebral nos impiden esta inconciencia de la que sí disfrutan las demás especies animales.
Este tema de nuestra genética mortalidad se enlaza, se funde, -sustancial e inevitablemente-, con el mundo de las creencias religiosas. Y así vemos, por ejemplo, que la mayoría de creyentes cristianos, en escandalosa negación de sus principios y dogmas, le tiene temor a la sola idea de imaginar su muerte. La muerte pues, entre los mortales, es un tema tabú. Por cierto que, si fueran consecuentes y fieles creyentes, deberían esperar ese último día de su inteligente y breve vida terrenal con especial regocijo, pues, si han sido buenos hijos de su Dios -no han matado, no han robado, no han mentido, etc.-, al morir, ascenderán al celestial paraíso a gozar de una merecida vida eterna, o, por lo menos, de una plácida espera del día del juicio final: así lo prometió Cristo y así lo difunde, desde siempre, la iglesia. "Creo en la resurección de la carne..." , repiten (repetimos) a voz alta todos los domigos en la pública ceremonia de la misa. Pero ¿cuántos de verdad creen, seria y honestamente, en lo que dice el "Credo"? ¿Cuántos esperan, aunque sea con resignación, pero con fe e ilusión, el momento de la partida a la casa del señor? ¿Por qué los seres humanos -los viejos en especial, lo sé yo- se resisten casi patéticamente a aceptar su fin natural?
Una hipótesis, (solo hipótesis), bastante razonable, aunque inevitablemente cruel y sarcástica, sería la siguiente: los cristianos tememos terriblemente a la muerte porque sabemos que al no haber llevado una buena vida cristiana, estamos -sin remedio- condenados a sufrir ¡eternamente! los horrores del infierno. Otra bastante más sencilla y creíble, explicaría este miedo debido a que la gran mayoría de cristianos, realmente, no tienen fe ni en su Dios ni en sus dogmas y, sí creen -firmemente- que, con la muerte, llegará el fin definitivo y, con él, la impensable, espantosa e irreversible "putrefacción de la carne"...de nuestra carne.
En gran lío ideológico se metieron los fundadores del cristianismo y , antes, los del judaísmo, cuando asumieron como parte de su base doctrinal, los conceptos de la resurección y la vida eterna, que, como se sabe fueron creación del viejo Zoroastro, el profeta que en los desiertos iraníes, 600 años antes de JC, proclamara el fin del politeísmo y la existencia de un solo Dios. El budismo, en cambio, quizá por ser más filosofía que religión, no cree en esa "re-encarnacion" post mortis; más bien acepta con simpleza que el cuerpo, al ser materia, se degrada con la muerte hasta su reabsorción total en la biosfera. La doctrina del Buda (iniciada 500 años antes de la aparición de Cristo), basada en la meditación y en la oración y en la bondad y compasión como dogmas, proclama que un ser, al morir, ya sea en forma inmediata o mediata sí revivirá, pero como mente y conciencia, in-corporándose en otro ser de la naturaleza: sea este hombre o animal. Esta metemsicosis, será un proceso infinito, hasta llegar -si se llega- a cierto estado de iluminación. En cuatro líneas, obviamente es imposible tocar esta rica temática filosófica del budismo, pero harto apasionante será cuando motivó a sus ilustres redescubridores occidentales (Schopehauer, Nietzche, Freud, Mahler, etc) para redefinir su visíon del hombre y su siempre misteriosa existencia.
Estos asuntillos de la muerte, del 'más allá' y de Dios, en verdad, no deberían nunca afectarnos en este, nuestro maravilloso viaje de aventuras al que llamamos "vida". La muerte existe y bienvenida sea, cuando llegue su momento; al "más allá" ya le conoceremos la cara, sea la que fuere, y, respecto a Dios, sería más digno no recurrir a él como mezquina necesidad sino como sincera y profunda convicción. Al respecto, los buenos poetas siempre han pensado mejor que nosotros: Vallejo, el poeta inmenso ese, al que 'le pegaban fuerte y duro', acusaba a su Dios de ser un bohemio que se timbeaba nuestros destinos con un gastado dado, ya redondo de tando andar a la aventura. (Militante libérrimo, socialista sincero, murió sin embargo pensando en Dios, como su defensor "más allá de la muerte"). Y otro lejano poeta, también sufriente de luchar contra demonios -pero no existenciales sino de uniforme y brazo armado-, desde las trincheras de su Vietnam expoliado, nos dejó este humilde e inigualable verso:
"La muerte no es verdad
Cuando se ha cumplido bien
La obra de la vida".
Así que...¡libiamo! -como cantaba bellamente Verdi-, por la vida y también, ¿por qué no?, por la eternidad de la muerte.
feb, 19.
Este tema de nuestra genética mortalidad se enlaza, se funde, -sustancial e inevitablemente-, con el mundo de las creencias religiosas. Y así vemos, por ejemplo, que la mayoría de creyentes cristianos, en escandalosa negación de sus principios y dogmas, le tiene temor a la sola idea de imaginar su muerte. La muerte pues, entre los mortales, es un tema tabú. Por cierto que, si fueran consecuentes y fieles creyentes, deberían esperar ese último día de su inteligente y breve vida terrenal con especial regocijo, pues, si han sido buenos hijos de su Dios -no han matado, no han robado, no han mentido, etc.-, al morir, ascenderán al celestial paraíso a gozar de una merecida vida eterna, o, por lo menos, de una plácida espera del día del juicio final: así lo prometió Cristo y así lo difunde, desde siempre, la iglesia. "Creo en la resurección de la carne..." , repiten (repetimos) a voz alta todos los domigos en la pública ceremonia de la misa. Pero ¿cuántos de verdad creen, seria y honestamente, en lo que dice el "Credo"? ¿Cuántos esperan, aunque sea con resignación, pero con fe e ilusión, el momento de la partida a la casa del señor? ¿Por qué los seres humanos -los viejos en especial, lo sé yo- se resisten casi patéticamente a aceptar su fin natural?
Una hipótesis, (solo hipótesis), bastante razonable, aunque inevitablemente cruel y sarcástica, sería la siguiente: los cristianos tememos terriblemente a la muerte porque sabemos que al no haber llevado una buena vida cristiana, estamos -sin remedio- condenados a sufrir ¡eternamente! los horrores del infierno. Otra bastante más sencilla y creíble, explicaría este miedo debido a que la gran mayoría de cristianos, realmente, no tienen fe ni en su Dios ni en sus dogmas y, sí creen -firmemente- que, con la muerte, llegará el fin definitivo y, con él, la impensable, espantosa e irreversible "putrefacción de la carne"...de nuestra carne.
En gran lío ideológico se metieron los fundadores del cristianismo y , antes, los del judaísmo, cuando asumieron como parte de su base doctrinal, los conceptos de la resurección y la vida eterna, que, como se sabe fueron creación del viejo Zoroastro, el profeta que en los desiertos iraníes, 600 años antes de JC, proclamara el fin del politeísmo y la existencia de un solo Dios. El budismo, en cambio, quizá por ser más filosofía que religión, no cree en esa "re-encarnacion" post mortis; más bien acepta con simpleza que el cuerpo, al ser materia, se degrada con la muerte hasta su reabsorción total en la biosfera. La doctrina del Buda (iniciada 500 años antes de la aparición de Cristo), basada en la meditación y en la oración y en la bondad y compasión como dogmas, proclama que un ser, al morir, ya sea en forma inmediata o mediata sí revivirá, pero como mente y conciencia, in-corporándose en otro ser de la naturaleza: sea este hombre o animal. Esta metemsicosis, será un proceso infinito, hasta llegar -si se llega- a cierto estado de iluminación. En cuatro líneas, obviamente es imposible tocar esta rica temática filosófica del budismo, pero harto apasionante será cuando motivó a sus ilustres redescubridores occidentales (Schopehauer, Nietzche, Freud, Mahler, etc) para redefinir su visíon del hombre y su siempre misteriosa existencia.
Estos asuntillos de la muerte, del 'más allá' y de Dios, en verdad, no deberían nunca afectarnos en este, nuestro maravilloso viaje de aventuras al que llamamos "vida". La muerte existe y bienvenida sea, cuando llegue su momento; al "más allá" ya le conoceremos la cara, sea la que fuere, y, respecto a Dios, sería más digno no recurrir a él como mezquina necesidad sino como sincera y profunda convicción. Al respecto, los buenos poetas siempre han pensado mejor que nosotros: Vallejo, el poeta inmenso ese, al que 'le pegaban fuerte y duro', acusaba a su Dios de ser un bohemio que se timbeaba nuestros destinos con un gastado dado, ya redondo de tando andar a la aventura. (Militante libérrimo, socialista sincero, murió sin embargo pensando en Dios, como su defensor "más allá de la muerte"). Y otro lejano poeta, también sufriente de luchar contra demonios -pero no existenciales sino de uniforme y brazo armado-, desde las trincheras de su Vietnam expoliado, nos dejó este humilde e inigualable verso:
"La muerte no es verdad
Cuando se ha cumplido bien
La obra de la vida".
Así que...¡libiamo! -como cantaba bellamente Verdi-, por la vida y también, ¿por qué no?, por la eternidad de la muerte.
feb, 19.
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