Colgado de una de las paredes de esa vieja casa arequipeña, de largos zaguanes y techos altísimos en donde transcurrió mi infancia, lucía siempre un cruel instrumento de castigo y represión al cual todos los niños conocíamos por su terrorífico nombre: Sacachispas. Por entonces -mediados del siglo pasado-, no había hogar 'decente' donde no existiera un ejemplar del dolorosísimo látigo y, por cierto, no había niño que no temblara ante su sola presencia.
Los padres lo utilizaban -con eficacia absoluta- para sofocar cualquier intento de indisciplina o insubordinación hogareña. La temida frase materna de "ahorita saco el sacachispas" nos hizo palidecer muchas veces a mi hermano Jorge y a mí (mi hermana, por entonces era ya mayor). Sin embargo, una advertencia salvadora habría de llegar para vetar para siempre el uso del sacachispas en la casa familiar; mi padre -hombre de espíritu libérrimo y conducta autócrata hasta el fanatismo- convenció a la Emilia, mi madre, de que a los niños no se les debe castigar ni -mucho menos- prohibir nada, pues, "cada uno sabrá siempre lo que hace y por qué lo hace..."
Mi padre, quien es, en realidad, el motivo de esta nota, jamás creyó en la represión para formar una vida; más bien su filosofía -intuitiva y totalmente empírica- se basaba en la responsabilidad individual de cada ser humano. Y, la verdad, que a lo largo de su vida siempre fue consecuente con esta manera de pensar. Miguel siempre vivió así.
Cuando tomó la (sabia) decisión de huir -para siempre- de la escuela, andaba en los 12 o 13 años de edad. A partir de entonces, se dedicó a lo único que verdaderamente amaba: el trabajo. Muy temprano, de madrugada (en Arequipa eso significa apenas las dos o tres de la mañana) en la chacra campiñera de su padre -el abuelo Benigno- ensillaba uno de los caballos y cargaba en unos burritos laboriosos los porongos repletos de leche muy fresca -que es tibia y espumosa- para repartirla , casa a casa, por las empedradas callejuelas de un barrio llamado Paucarpata. Esa temprana y límpida convivencia del adolescente 'Miguelito' -así le llamaron siempre todos- con los caballos y la vida sin amarras ni controles, marcarían para siempre su existencia.
Y así fue como, una buena mañana, después de su rutina en la chacra llegó, a lomo de caballo, hasta las inmediaciones del hipódromo de Arequipa: el descubrimiento de ese mundo en donde el caballo era el centro de todo, lo fascinó y hasta allí volvería, dia tras día, ofreciéndose para montar y domar a cualquier caballito chúcaro y una vez que se hizo conocido, alguien lo convenció para que se hiciera jockey; años después se convertiría en entrenador con caballos imbatibles en esas canchas. Su Arequipa, entonces, le resultó chica emigrando a Lima donde llegó a la cima de su carrera. Esta misma profesión le haría recorrer luego diversos hipódromos, desde Nueva York hasta Buenos Aires. Pero pese a todo lo vivido, siempre, siempre, se jactó de que su mayor orgullo no era lo que había logrado sino, simplemente, su persona y su querido nombre.
Tengo aún muchos recuerdos de él, como este del famoso sacachispas y su salvador veto, y, aunque la vida, hace ya tiempo, nos ha alejado mucho -en verdad, demasiado-, el día que, desde su actual retiro en el cual vive postrado sus últimos años, parta al más allá, recién llegaré a saber a cabalidad, cuánto quedó en mí de su presencia como padre o como amigo. Quizá entonces podré -finalmente- completar esta nota...
oct. 09