martes, 29 de septiembre de 2009

DEL SACACHISPAS Y EL MIGUELITO



C
olgado de una de las paredes de esa vieja casa arequipeña, de largos zaguanes y techos altísimos en donde transcurrió mi infancia, lucía siempre un cruel instrumento de castigo y represión al cual todos los niños conocíamos por su terrorífico nombre:
Sacachispas. Por entonces -mediados del siglo pasado-, no había hogar 'decente' donde no existiera un ejemplar del dolorosísimo látigo y, por cierto, no había niño que no temblara ante su sola presencia.
Los padres lo utilizaban -con eficacia absoluta- para sofocar cualquier intento de indisciplina o insubordinación hogareña. La temida frase materna de "ahorita saco el sacachispas" nos hizo palidecer muchas veces a mi hermano Jorge y a mí (mi hermana, por entonces era ya mayor). Sin embargo, una advertencia salvadora habría de llegar para vetar para siempre el uso del sacachispas en la casa familiar; mi padre -hombre de espíritu libérrimo y conducta autócrata hasta el fanatismo- convenció a la Emilia, mi madre, de que a los niños no se les debe castigar ni -mucho menos- prohibir nada, pues, "cada uno sabrá siempre lo que hace y por qué lo hace..."

Mi padre, quien es, en realidad, el motivo de esta nota, jamás creyó en la represión para formar una vida; más bien su filosofía -intuitiva y totalmente empírica- se basaba en la responsabilidad individual de cada ser humano. Y, la verdad, que a lo largo de su vida siempre fue consecuente con esta manera de pensar. Miguel siempre vivió así.

Cuando tomó la (sabia) decisión de huir -para siempre- de la escuela, andaba en los 12 o 13 años de edad. A partir de entonces, se dedicó a lo único que verdaderamente amaba: el trabajo. Muy temprano, de madrugada (en Arequipa eso significa apenas las dos o tres de la mañana) en la chacra campiñera de su padre -el abuelo Benigno- ensillaba uno de los caballos y cargaba en unos burritos laboriosos los porongos repletos de leche muy fresca -que es tibia y espumosa- para repartirla , casa a casa, por las empedradas callejuelas de un barrio llamado Paucarpata. Esa temprana y límpida convivencia del adolescente 'Miguelito' -así le llamaron siempre todos- con los caballos y la vida sin amarras ni controles, marcarían para siempre su existencia.

Y así fue como, una buena mañana, después de su rutina en la chacra llegó, a lomo de caballo, hasta las inmediaciones del hipódromo de Arequipa: el descubrimiento de ese mundo en donde el caballo era el centro de todo, lo fascinó y hasta allí volvería, dia tras día, ofreciéndose para montar y domar a cualquier caballito chúcaro y una vez que se hizo conocido, alguien lo convenció para que se hiciera jockey; años después se convertiría en entrenador con caballos imbatibles en esas canchas. Su Arequipa, entonces, le resultó chica emigrando a Lima donde llegó a la cima de su carrera. Esta misma profesión le haría recorrer luego diversos hipódromos, desde Nueva York hasta Buenos Aires. Pero pese a todo lo vivido, siempre, siempre, se jactó de que su mayor orgullo no era lo que había logrado sino, simplemente, su persona y su querido nombre.

Tengo aún muchos recuerdos de él, como este del famoso sacachispas y su salvador veto, y, aunque la vida, hace ya tiempo, nos ha alejado mucho -en verdad, demasiado-, el día que, desde su actual retiro en el cual vive postrado sus últimos años, parta al más allá, recién llegaré a saber a cabalidad, cuánto quedó en mí de su presencia como padre o como amigo. Quizá entonces podré -finalmente- completar esta nota...

oct. 09




jueves, 23 de julio de 2009

CARTA A PAUL



Q
ueridísimo
Paul:


Han transcurrido unos densos y largos meses desde aquel buen día en que confirmé la decisión de escribirte una cartita, la cual tendría que ser absolutamente personal y, de hecho, muy sui géneris ya que el destinatario -obviamente tú, mi querido amigo- nunca podrías leerla. Más, aún así, se volvía necesaria para que este escribidor pudiese abrirse en mente y alma al hablar de un ser extraordinario y único, con el cual he tenido la fortuna de encontrarme en este polvoriento camino, sin principio ni final, al cual llamamos vida.

Deberé contarte, desde ya, que siento admiración por tu aguda inteligencia y también, por cierto, por ese sexto sentido -debo llamarlo de alguna manera- que posees para enfrentar la rutina diaria: siempre -¡siempre!- despiertas con desbordante alegría y entusiasmo y, lo primero que haces, es buscar a tu familia, es decir todos los que te rodeamos en esta casa, para brindarnos gemiditos, todo tipo de caricias y obstinados -por no decir obsesivos- besos, lo cual, en verdad, convierte en innecesario que pronuncies cualquier palabra; tu lenguaje es más que elocuente. Podría ser, me pongo a pensar, que esas buenas y ejemplares maneras de vivir quizás las mantienes porque -a diferencia de los de tu entorno humano- a tí tus padres no te enviaron a ninguna escuela o colegio...¡que suerte, amiguito!

Sonreirías, Paul, si supieras que la raza humana es considerada, por los mismos humanos, claro, como la más inteligente y sabia de todas las existentes; a las otras (animales supuestamente 'irracionales') -entre las cuales, perdona, está la tuya- se les otorga, despreciativamente, un status inferior; pero, no te extrañes mucho porque, aunque no lo creas, dentro de esta misma sabia raza humana, hace 20 siglos, existió un filósofo muy famoso por sus conocimientos y enseñanzas quien pregonaba que muchos de sus congéneres -se refería a los esclavos- no tenían categoría de humanos, aunque tampoco de animales, y por ello los denominaba, inteligentemente, 'objetos animados'. Aristóteles, -ese bicho del que hablamos-, obviamente, no fue la excepción, pues, la humanidad entera, exactamente, como objetos trató , durante muchísimo tiempo, a estos desgraciados seres. Es ese mismo trato -vejatorio y estúpido- como el que aún siguen recibiendo esas clases dizque 'inferiores' a los que se les llama animales.

Quisiera pedirte, al respecto, que no vayas a sentir ni una pizca de nostalgia o pena por no ser un 'humano', porque si lo fueras, aprenderías y practicarías, inevitablemente, la deslealtad o la envidia, por ejemplo, o sentirías el odio (eres tan bueno que no entenderás nunca lo que es) hacia otros seres y, si pudieras, harías daño y, quizá hasta matarías por ese odio; tendrías, además, que vivir siempre esclavizado al dinero y -lo peor- temeroso de que cualquier sorpresivo día... te llegue la muerte. Así viven todos los humanos, por lo que, al menos en esta existencia, ¡te salvaste amiguito!

Tu sabes -es un decir- que estas notas las hago por si algún futuro nieto mío, algún día, sienta interes en leerlas . Por ello, en fecha incierta, cuando alguno de estos nietos, ya entonces de carne y hueso, pueda acercarse a esta carta, con toda certeza que tanto tú como yo estaremos participando de otra realidad. Pero eso, buen Polito, no deberá significar que esta maravillosa amistad habrá terminado, pues tanto tú como yo, de eso estoy muy seguro, con cada palabra leída: ¡reviviremos!

Cariñosamente.

martes, 15 de julio de 2008

La condición humana



P
ocas frases habrán como esta -la condición humana-, que se han creado con tanta certeza y exactitud para describir, en 2 sencillas palabras, la aplastante magnitud de situaciones, acontecimientos y sentimientos de los que está empapada la existencia de todo ser humano. Las angustias y dolores, la felicidad y las alegrías, las enfermedades y agonías: todas ellas concluyendo en un común e inevitable destino. Nada impedirá vivirlas ni nadie quedará exento de atravesar este mundo de peripecias que, aunque impredecibles en el tiempo y espacio, son insalvables.
Y existe un lugar -quizá el más privilegiado de todos- donde se puede apreciar, con desnudez y límpida crudeza, la precariedad de esta nuestra humana existencia; ese lugar es, claro, el hospital. Allí, las escenas que se viven todos los dias con sus largas y siempre frías noches, no son como las que el engañoso Hollywood nos presenta en la TV diaria o en el cine. Obviamente, no. La sangre, el sufrimiento y, por cierto, la muerte, tienen en un hospital cuerpos, rostros y nombres propios y corresponden a una realidad tan brutal que cualquier intento por describirlas resultaría borroso y débil.
Días atrás -por desgraciada necesidad personal-, estuve durante largas y dolientes horas en la gran sala de emergencia de un hospital general de Lima. Allí, presencié imágenes y viví verdades que, en teoría, todos conocemos pero que, casi nunca, palpamos: modestas mujeres con sus sufrientes niños que ruegan atención y entre esos inacabables llantos y gemidos aparecen, se cruzan, se yuxtaponen, los cuerpitos con sus yesos y las suturas y la sangre por doquier. Pero también están los hombres viejos -son los otros grandes necesitados-, aplastados en camillas, con unas quejas casi mudas, con sus miradas perdidas y sus esperanzas nulas. Así llegan y así se van. Ví, también, la terrible presencia de la muerte; esta vez en el indefenso cuerpo de una niña ("la estamos resucitando", había mentido minutos antes la enfermera), y a sus jóvenes padres, traspasados de dolor, explotando en gritos tan profundos que no venían, seguro estoy, ni del fondo de sus almas o de sus entrañas sino de toda la humanidad doliente, de toda nuestra sufrida condición humana: "¡...que por qué, Señor, que su hijita no, que no, que no...!". En torno a ellos, gramos, apenas, de piedad en las miradas, toneladas de indolencia en la actitud. ¿Por qué sorprenderme?: los peruanos de hoy somos así. Aceptamos, torpe y borreguilmente, como si fueran natural e inevitables, la pobreza y la inequidad.

Si -como bien sabemos- ridículamente efimeras y deleznables son nuestras existencias, tal vez se engrandecerían si creyésemos -¡un poco al menos!- en la piedad con nosotros y, sobre todo, con los otros...pero, si esto sucediese, nuestra condición ya no sería, por definición, humana.

jul. 20.














martes, 1 de julio de 2008

La Monja y el Gerente



'M
aria Delia' es una monja. La conocí hace unos 20 años, meses más meses menos, en una época en que, por una especie de celada amical, fui atrapado en lo que, comúnmente, suele llamarse la Administración Pública, es decir el Estado. Mi cargo -gerente de la Beneficencia de Lima- me otorgaba el manejo de 1500 trabajadores, desde honorables médicos e incontables abogados hasta humildes enterradores, y alrededor de 1200 beneficiarios, entre niños -supuestamente huérfanos-, ancianos de toda condición en plata y salud, gestantes y parturientas y hasta muertitos -aún tibios- destinados al más antiguo panteón de Lima.
Fue en un uno de esos agobiantes días de quijotesca pelea por organizar lo inmanejable y moralizar lo inmoralizable, que conocí a María Delia. Era, por ese entonces, aún joven (y además, lo recuerdo, serenamente guapa y coqueta). Me buscó porque quería insistir una vez más, después de tantos intentos anteriores, todos frustrados, en que la administración le acogiera una solicitud de apoyo a un caro proyecto de su Congregación, las Hermanas del Buen Pastor.

Me explicó en pocas, precisas y musicales palabras la belleza de un proyecto de auxilio a las niñas madres abandonadas de Lima: habían muchísimos casos de adolescentes -pobres casi siempre- que al quedar embarazadas eran expulsadas de sus casas. Ese era el terrible primer paso para un inevitable destino común: los abortos y la prostitución. La Beneficencia, aunque obligada por un Convenio con la iglesia y su Congregación, debería haber apoyado el proyecto de crear un Hogar para ellas, pero la indolencia de ilustres cleptócratas antecesores míos, lo había impedido. Así me lo planteó ese día la monjita mientras me arrinconaba con esa su astuta pero angelical mirada. No sabía por qué -me dijo- pero creía que sí, esta vez, Dios la iba a escuchar.
Sellamos la reunión con un abrazo de mutuo compromiso y, gracias también a la desbordante complicidad del presidente de la institución, en pocos meses el Hogar fue una realidad: un lugar (ubicado en Salamanca, Ate) donde las jóvenes eran atendidas integralmente, instruídas en un oficio y protegidas hasta que pudieran valerse por sí mismas y sostener mínima pero dignamente a sus niños.
Luego de la formal inauguración nos vimos solo algunas veces más pues yo ya había vuelto a mi vida normal fuera del ogro filantrópico; pero, al cabo de algunos años, sorpresivamente, recibí una postal de Roma: era Delia que me enviaba sus recuerdos y oraciones.

En una última ocasión -hace dos o tres años- al saber que había vuelto de Roma, en donde se desempeñaba como Superiora de la Congregación, la visité en el mismo Hogar. Allí, socarronamente (conocedora de mi aversión a la exhibición) me presentó con aire ceremonial ante sus colegas y las ya numerosas madres alojadas, como el gran responsable de la obra. Me di cuenta que era su tardía venganza pues para la inauguración del Hogar, yo había ordenado hacer una gran placa de granito con el nombre del presidente de la república, que había ofrecido asistir (y no fue, claro), el de la Beneficencia y -contra su expreso deseo- el de María Delia. Yo me eximí.

Tal vez en algún momento de estos ya escasos años que nos quedan -al menos con estos cuerpos y en este mundo-, podremos reencontrarnos pero, si no fuera así, no importa porque estoy seguro que, ambos, en un rinconcillo pequeño pero especial del corazón nos tenemos guardado un abrazo tan cálido y alegre como el de esa recordada primera vez.
Me pregunto: ¿Las buenas causas nacerán siempre así?

julio 1.







lunes, 21 de enero de 2008

EL INMORTAL TIEMPO

El mejor juzgador de los hombres es el Tiempo.

La dinámica temporal logra, infaliblemente, que las conductas o las obras humanas sean visualizadas en su verdadera dimensión; el Tiempo es el acerado filtro de las pasiones, el infalible decantador de los odios o los amores, el procaz desnudador de los ropajes y oropeles. El tiempo es, en fin, el gran testigo de cargo de las almas muertas (con perdón de los que creen en la inmortalidad de las mismas).

El Tiempo ha condenado nombres de personajes que, en su periodo de terrena existencia, gozaron del poder o la fama, pero también ha reinvindicado la grandeza de otros seres que pasaron por este mundo sin recibir los halagos y satisfacciones que por su pensamiento u obra bien se los merecían.

Quizás por ello, Passolini -gran cineasta, mejor poeta- insistía que la vida de un hombre es idéntica a la de un filme: sólo al concluir el montaje (la muerte) se le puede valorar. Pegado el último pie de película, exhalado el último suspiro, no habrá tiempo para más, y recién entonces, ese filme o esa vida tendrán sentido. Concluída la vida, montada la película, ya no existe, en absoluto, el Tiempo. Queda apenas la fría imagen , la infiel memoria.

Siendo así entonces, como lo es, y pensando con toda lealtad: ¿a qué ser inteligente, le puede interesar esa estupidez llamada inmortalidad?
Siendo así, como es: la infinita suma de nuestras finitas vidas, sólo él, el Tiempo, es Inmortal.

feb, 15.

viernes, 11 de enero de 2008

In ARTICULO MORTIS

Parece ser verdad -si tenemos que creerles a los que saben más- que los únicos animales conocidos que poseen plena conciencia acerca de la inevitabilidad de su muerte, somos nosotros, los humanos. Hay otras especies que también, al igual que la nuestra, lloran la pérdida de sus seres más queridos (los elefantes, por ejemplo), pero que no llegan a alcanzar este raro privilegio humanoide de reconocer su finitud. Y uno, claro, se podría preguntar con curiosidad : ¿cómo serían nuestras vidas si no tuviéramos ese terrible conocimiento de que somos mortales? La experiencia de la vida gregaria y el grado de desarrollo cerebral nos impiden esta inconciencia de la que sí disfrutan las demás especies animales.
Este tema de nuestra genética mortalidad se enlaza, se funde, -sustancial e inevitablemente-, con el mundo de las creencias religiosas.
Y así vemos, por ejemplo, que la mayoría de creyentes cristianos, en escandalosa negación de sus principios y dogmas, le tiene temor a la sola idea de imaginar su muerte. La muerte pues, entre los mortales, es un tema tabú. Por cierto que, si fueran consecuentes y fieles creyentes, deberían esperar ese último día de su inteligente y breve vida terrenal con especial regocijo, pues, si han sido buenos hijos de su Dios -no han matado, no han robado, no han mentido, etc.-, al morir, ascenderán al celestial paraíso a gozar de una merecida vida eterna, o, por lo menos, de una plácida espera del día del juicio final: así lo prometió Cristo y así lo difunde, desde siempre, la iglesia. "Creo en la resurección de la carne..." , repiten (repetimos) a voz alta todos los domigos en la pública ceremonia de la misa. Pero ¿cuántos de verdad creen, seria y honestamente, en lo que dice el "Credo"? ¿Cuántos esperan, aunque sea con resignación, pero con fe e ilusión, el momento de la partida a la casa del señor? ¿Por qué los seres humanos -los viejos en especial, lo sé yo- se resisten casi patéticamente a aceptar su fin natural?
Una hipótesis, (solo hipótesis), bastante razonable, aunque inevitablemente cruel y sarcástica, sería la siguiente: los cristianos tememos terriblemente a la muerte porque sabemos que al no haber llevado una buena vida cristiana, estamos -sin remedio- condenados a sufrir ¡eternamente! los horrores del infierno. Otra bastante más sencilla y creíble, explicaría este miedo debido a que la gran mayoría de cristianos, realmente, no tienen fe ni en su Dios ni en sus dogmas y, sí creen -firmemente- que, con la muerte, llegará el fin definitivo y, con él, la impensable, espantosa e irreversible "putrefacción de la carne"...de nuestra carne.
En gran lío ideológico se metieron los fundadores del cristianismo y , antes, los del judaísmo, cuando asumieron como parte de su base doctrinal, los conceptos de la resurección y la vida eterna, que, como se sabe fueron creación del viejo Zoroastro, el profeta que en los desiertos iraníes, 600 años antes de JC, proclamara el fin del politeísmo y la existencia de un solo Dios. El budismo, en cambio, quizá por ser más filosofía que religión, no cree en esa "re-encarnacion" post mortis; más bien acepta con simpleza que el cuerpo, al ser materia, se degrada con la muerte hasta su reabsorción total en la biosfera. La doctrina del Buda (iniciada 500 años antes de la aparición de Cristo), basada en la meditación y en la oración y en la bondad y compasión como dogmas, proclama que un ser, al morir, ya sea en forma inmediata o mediata sí revivirá, pero como mente y conciencia, in-corporándose en otro ser de la naturaleza: sea este hombre o animal. Esta metemsicosis, será un proceso infinito, hasta llegar -si se llega- a cierto estado de iluminación. En cuatro líneas, obviamente es imposible tocar esta rica temática filosófica del budismo, pero harto apasionante será cuando motivó a sus ilustres redescubridores occidentales (Schopehauer, Nietzche, Freud, Mahler, etc) para redefinir su visíon del hombre y su siempre misteriosa existencia.
Estos asuntillos de la muerte, del 'más allá' y de Dios, en verdad, no deberían nunca afectarnos en este, nuestro maravilloso viaje de aventuras al que llamamos "vida". La muerte existe y bienvenida sea, cuando llegue su momento; al "más allá" ya le conoceremos la cara, sea la que fuere, y, respecto a Dios, sería más digno no recurrir a él como mezquina necesidad sino como sincera y profunda convicción. Al respecto, los buenos poetas siempre han pensado mejor que nosotros: Vallejo, el poeta inmenso ese, al que 'le pegaban fuerte y duro', acusaba a su Dios de ser un bohemio que se timbeaba nuestros destinos con un gastado dado, ya redondo de tando andar a la aventura. (Militante libérrimo, socialista sincero, murió sin embargo pensando en Dios, como su defensor "más allá de la muerte"). Y otro lejano poeta, también sufriente de luchar contra demonios -pero no existenciales sino de uniforme y brazo armado-, desde las trincheras de su Vietnam expoliado, nos dejó este humilde e inigualable verso:

"La muerte no es verdad
Cuando se ha cumplido bien
La obra de la vida".

Así que...¡libiamo! -como cantaba bellamente Verdi-, por la vida y también, ¿por qué no?, por la eternidad de la muerte.

feb, 19.













martes, 11 de diciembre de 2007

EN NAVIDAD: ¿ CREER O NO CREER ?



Al nacer, no sólo amamanté la leche materna. También mi madre se preocupó mucho e intensamente por alimentarme con un sentimiento que me ha acompañado, tercamente, durante toda la vida: la fe cristiana. Primero, asumida como dogma absoluto; Dios -y el demonio- existen; los pecadores se irán indefectiblemente al infierno y los hombres buenos alcanzarán la resurección y la vida eterna. Luego, ya convertida en una creencia racional -y necesaria- para afrontar los momentos de tristeza y dolor que la vida me ha sabido regalar. Pero, esa religión cristiana, específicamente católica, la misma que me fue inculcada con fuego y amor, ha sido puesta inevitablemente sobre el tapete de la duda en muchas circunstancias de esta, ya larga, existencia mía.
Me declaro, primeramente, incapaz de entender o explicar el misterio de nuestro origen. No puedo creer las fábulas de Adán y Eva y el paraíso terrenal, por ser una bella ingenuidad histórica (la Biblia es la obra maestra de la metáfora), pero rechazo también, por insuficientes y oportunistas, las teorías evolucionistas, por muy "científicas" que puedan parecer. Creo, claro, en el Big Bang y en nuestra patria perdida: el espacio infinito.
Creo absolutamente en ese maravilloso ser humano que se llamó Cristo. Estoy seguro que los testimonios escritos por los apóstoles sobre sus poderes milagrosos son algo cierto (¿no es una pena que el mismo Cristo no haya querido dejarnos nada escrito?). De lo que no podría estar seguro de creer es que, luego de ser ejecutado y sepultado (lo que conlleva inevitablemente la desintegración y putrefacción de cualquier organismo sin vida), al 'tercer día', como dicen las Escrituras, Cristo se haya reencarnado en su mismo cuerpo. Pero sí acepto -y no es contradictorio- que sus apóstoles "lo vieron", después de muerto. Ellos lo querían ver y sintieron la presencia de algo que no había muerto: la mente-conciencia-alma, o como se le desee llamar, de ese ser extraordinario. Y es que si la misma materia de un ser que muere no desaparece, pues, simplemente se reintegra a la naturaleza, ¿por qué pensar que solamente por ser algo intangible la "personalidad" desaparece con la muerte del cuerpo? "Es lógicamente creíble -dice Toynbee al respecto- que esa personalidad se reintegre a un modo de existencia hipotético, desligado de la materia, vivo y consciente." Cristo, pues, murió pero siguió viviendo. El milagro debió consistir en que, algunos, lo pudieron ver reencarnado...
No es, sin embargo, de la muerte de Cristo de lo que queríamos hablar hoy, sino más bien de su nacimiento y de los muchos mitos y objeciones que existen al respecto de lo que se conoce universalmente con el nombre de Navidad. Se sabe que es poco probable que Cristo haya nacido en el mes de diciembre (según el calendario gregoriano), pues cuenta Lucas que los pastores que acudieron al pesebre de Belén tenían a sus animales con ellos, bajo un cielo estrellado y ello no hubiera podido ser en diciembre pues en esa época el duro invierno lo hubiera impedido; más bien todos los indicios señalan a abril o mayo como los probables meses de ese nacimiento. ¿Por qué, entonces, la Iglesia convino en ir acomodando la fecha del divino natalicio hacia fines de diciembre? Son varias las posibles respuestas. Todas, de origen pagano. Una de ellas se refiere a la fiesta anual romana del 25 de diciembre celebrando el "Nacimiento del Sol", es decir del Dios Apolo. También a fines de diciembre, en Roma, se celebraba la paganísima "Saturnalia", en honor a Saturno; en estas fiestas se imponía la costumbre de intercambiar regalos de todo tipo, incluyendo soltar esclavos, etc Así mismo, en la antigua Germania y Escandinavia, cada 26 de diciembre, se adoraba al Dios del Sol y uno de los actos tradicionales era adornar devotamente un gran arbol. Políticamente, la Iglesia católica impuso la fecha y celebración del nacimiento del nuevo Dios, a fines de diciembre para metamorfosear esas costumbres paganas incluyendo, increíblemente, los detallitos de los regalos y el arbolito. Todo esto a pesar que, como hasta donde se sabe, en la Biblia no existe mención a la fecha del nacimiento de Cristo ni, mucho menos, se ordena que haya alguna celebración.
La política de los viejos (¿y sabios?) estrategas católicos se impuso históricamente y hoy, como sabemos, la navidad se celebra en todas las comunidades cristianas, casi sin excepción. Pero esta celebración que, en todo caso, debería ser, por su propia esencia, una celebración profundamente religiosa, es decir dedicada exclusivamente a la oración y meditación, se ha convertido en una fastuosa fiesta pagana de derroche y consumismo. En una vergonzosa vuelta a los orígenes, la sensualidad más vulgar se impone y asi, por ejemplo, millones de inocentes animales -pavos, cerdos, corderos o lo que sea- son alegremente acuchillados para satisfacer la orgía gúlica de la "noche buena", sin recordar, siquiera, que fueron los humildes animalitos pastoriles los únicos que acompañaron al pequeño Cristo naciente en ese precario -pero seguramente bello- pesebre del desierto. Estas objeciones al manejo de los misterios católicos, sumadas a las sinuosidades históricas de la jerarquía eclesiástica romana han sido decisivas para que notorias inteligencias de la historia de la humanidad hayan rechazado la fe en la Iglesia. Recuerdo a mis admirados Nietzsche, Schopenhauer y a los más cercanos Paz o Borges... Sin embargo, pese a todo y aunque terrible (para los que no tienen nada) ¡cuán bella y profunda suena siempre esta sencilla frase : "Feliz Navidad"! Es un momento de incomparable sinceridad abrazar a un ser querido y decirle, simplemente, Feliz navidad. Por ello, en estos dias de diciembre, al siempre presente dilema de creer o no creer, sólo se me ocurre una respuesta: Hay que querer creer para creer. Eso basta.
Así que a todos ellos, mis ateos escritores queridos, se encuentren donde se encuentren, les envio desde aquí un devoto saludo navideño. (Disculpen ustedes).

Y, desde luego, a los destinatarios de estas notas, mis virtuales nietos: ¡FELIZ NAVIDAD!

DIC. 07.