
Al nacer, no sólo amamanté la leche materna. También mi madre se preocupó mucho e intensamente por alimentarme con un sentimiento que me ha acompañado, tercamente, durante toda la vida: la fe cristiana. Primero, asumida como dogma absoluto; Dios -y el demonio- existen; los pecadores se irán indefectiblemente al infierno y los hombres buenos alcanzarán la resurección y la vida eterna. Luego, ya convertida en una creencia racional -y necesaria- para afrontar los momentos de tristeza y dolor que la vida me ha sabido regalar. Pero, esa religión cristiana, específicamente católica, la misma que me fue inculcada con fuego y amor, ha sido puesta inevitablemente sobre el tapete de la duda en muchas circunstancias de esta, ya larga, existencia mía.
Me declaro, primeramente, incapaz de entender o explicar el misterio de nuestro origen. No puedo creer las fábulas de Adán y Eva y el paraíso terrenal, por ser una bella ingenuidad histórica (la Biblia es la obra maestra de la metáfora), pero rechazo también, por insuficientes y oportunistas, las teorías evolucionistas, por muy "científicas" que puedan parecer. Creo, claro, en el Big Bang y en nuestra patria perdida: el espacio infinito. Creo absolutamente en ese maravilloso ser humano que se llamó Cristo. Estoy seguro que los testimonios escritos por los apóstoles sobre sus poderes milagrosos son algo cierto (¿no es una pena que el mismo Cristo no haya querido dejarnos nada escrito?). De lo que no podría estar seguro de creer es que, luego de ser ejecutado y sepultado (lo que conlleva inevitablemente la desintegración y putrefacción de cualquier organismo sin vida), al 'tercer día', como dicen las Escrituras, Cristo se haya reencarnado en su mismo cuerpo. Pero sí acepto -y no es contradictorio- que sus apóstoles "lo vieron", después de muerto. Ellos lo querían ver y sintieron la presencia de algo que no había muerto: la mente-conciencia-alma, o como se le desee llamar, de ese ser extraordinario. Y es que si la misma materia de un ser que muere no desaparece, pues, simplemente se reintegra a la naturaleza, ¿por qué pensar que solamente por ser algo intangible la "personalidad" desaparece con la muerte del cuerpo? "Es lógicamente creíble -dice Toynbee al respecto- que esa personalidad se reintegre a un modo de existencia hipotético, desligado de la materia, vivo y consciente." Cristo, pues, murió pero siguió viviendo. El milagro debió consistir en que, algunos, lo pudieron ver reencarnado...
No es, sin embargo, de la muerte de Cristo de lo que queríamos hablar hoy, sino más bien de su nacimiento y de los muchos mitos y objeciones que existen al respecto de lo que se conoce universalmente con el nombre de Navidad. Se sabe que es poco probable que Cristo haya nacido en el mes de diciembre (según el calendario gregoriano), pues cuenta Lucas que los pastores que acudieron al pesebre de Belén tenían a sus animales con ellos, bajo un cielo estrellado y ello no hubiera podido ser en diciembre pues en esa época el duro invierno lo hubiera impedido; más bien todos los indicios señalan a abril o mayo como los probables meses de ese nacimiento. ¿Por qué, entonces, la Iglesia convino en ir acomodando la fecha del divino natalicio hacia fines de diciembre? Son varias las posibles respuestas. Todas, de origen pagano. Una de ellas se refiere a la fiesta anual romana del 25 de diciembre celebrando el "Nacimiento del Sol", es decir del Dios Apolo. También a fines de diciembre, en Roma, se celebraba la paganísima "Saturnalia", en honor a Saturno; en estas fiestas se imponía la costumbre de intercambiar regalos de todo tipo, incluyendo soltar esclavos, etc Así mismo, en la antigua Germania y Escandinavia, cada 26 de diciembre, se adoraba al Dios del Sol y uno de los actos tradicionales era adornar devotamente un gran arbol. Políticamente, la Iglesia católica impuso la fecha y celebración del nacimiento del nuevo Dios, a fines de diciembre para metamorfosear esas costumbres paganas incluyendo, increíblemente, los detallitos de los regalos y el arbolito. Todo esto a pesar que, como hasta donde se sabe, en la Biblia no existe mención a la fecha del nacimiento de Cristo ni, mucho menos, se ordena que haya alguna celebración.
La política de los viejos (¿y sabios?) estrategas católicos se impuso históricamente y hoy, como sabemos, la navidad se celebra en todas las comunidades cristianas, casi sin excepción. Pero esta celebración que, en todo caso, debería ser, por su propia esencia, una celebración profundamente religiosa, es decir dedicada exclusivamente a la oración y meditación, se ha convertido en una fastuosa fiesta pagana de derroche y consumismo. En una vergonzosa vuelta a los orígenes, la sensualidad más vulgar se impone y asi, por ejemplo, millones de inocentes animales -pavos, cerdos, corderos o lo que sea- son alegremente acuchillados para satisfacer la orgía gúlica de la "noche buena", sin recordar, siquiera, que fueron los humildes animalitos pastoriles los únicos que acompañaron al pequeño Cristo naciente en ese precario -pero seguramente bello- pesebre del desierto. Estas objeciones al manejo de los misterios católicos, sumadas a las sinuosidades históricas de la jerarquía eclesiástica romana han sido decisivas para que notorias inteligencias de la historia de la humanidad hayan rechazado la fe en la Iglesia. Recuerdo a mis admirados Nietzsche, Schopenhauer y a los más cercanos Paz o Borges... Sin embargo, pese a todo y aunque terrible (para los que no tienen nada) ¡cuán bella y profunda suena siempre esta sencilla frase : "Feliz Navidad"! Es un momento de incomparable sinceridad abrazar a un ser querido y decirle, simplemente, Feliz navidad. Por ello, en estos dias de diciembre, al siempre presente dilema de creer o no creer, sólo se me ocurre una respuesta: Hay que querer creer para creer. Eso basta.
Así que a todos ellos, mis ateos escritores queridos, se encuentren donde se encuentren, les envio desde aquí un devoto saludo navideño. (Disculpen ustedes).
Y, desde luego, a los destinatarios de estas notas, mis virtuales nietos: ¡FELIZ NAVIDAD!
DIC. 07.
Me declaro, primeramente, incapaz de entender o explicar el misterio de nuestro origen. No puedo creer las fábulas de Adán y Eva y el paraíso terrenal, por ser una bella ingenuidad histórica (la Biblia es la obra maestra de la metáfora), pero rechazo también, por insuficientes y oportunistas, las teorías evolucionistas, por muy "científicas" que puedan parecer. Creo, claro, en el Big Bang y en nuestra patria perdida: el espacio infinito. Creo absolutamente en ese maravilloso ser humano que se llamó Cristo. Estoy seguro que los testimonios escritos por los apóstoles sobre sus poderes milagrosos son algo cierto (¿no es una pena que el mismo Cristo no haya querido dejarnos nada escrito?). De lo que no podría estar seguro de creer es que, luego de ser ejecutado y sepultado (lo que conlleva inevitablemente la desintegración y putrefacción de cualquier organismo sin vida), al 'tercer día', como dicen las Escrituras, Cristo se haya reencarnado en su mismo cuerpo. Pero sí acepto -y no es contradictorio- que sus apóstoles "lo vieron", después de muerto. Ellos lo querían ver y sintieron la presencia de algo que no había muerto: la mente-conciencia-alma, o como se le desee llamar, de ese ser extraordinario. Y es que si la misma materia de un ser que muere no desaparece, pues, simplemente se reintegra a la naturaleza, ¿por qué pensar que solamente por ser algo intangible la "personalidad" desaparece con la muerte del cuerpo? "Es lógicamente creíble -dice Toynbee al respecto- que esa personalidad se reintegre a un modo de existencia hipotético, desligado de la materia, vivo y consciente." Cristo, pues, murió pero siguió viviendo. El milagro debió consistir en que, algunos, lo pudieron ver reencarnado...
No es, sin embargo, de la muerte de Cristo de lo que queríamos hablar hoy, sino más bien de su nacimiento y de los muchos mitos y objeciones que existen al respecto de lo que se conoce universalmente con el nombre de Navidad. Se sabe que es poco probable que Cristo haya nacido en el mes de diciembre (según el calendario gregoriano), pues cuenta Lucas que los pastores que acudieron al pesebre de Belén tenían a sus animales con ellos, bajo un cielo estrellado y ello no hubiera podido ser en diciembre pues en esa época el duro invierno lo hubiera impedido; más bien todos los indicios señalan a abril o mayo como los probables meses de ese nacimiento. ¿Por qué, entonces, la Iglesia convino en ir acomodando la fecha del divino natalicio hacia fines de diciembre? Son varias las posibles respuestas. Todas, de origen pagano. Una de ellas se refiere a la fiesta anual romana del 25 de diciembre celebrando el "Nacimiento del Sol", es decir del Dios Apolo. También a fines de diciembre, en Roma, se celebraba la paganísima "Saturnalia", en honor a Saturno; en estas fiestas se imponía la costumbre de intercambiar regalos de todo tipo, incluyendo soltar esclavos, etc Así mismo, en la antigua Germania y Escandinavia, cada 26 de diciembre, se adoraba al Dios del Sol y uno de los actos tradicionales era adornar devotamente un gran arbol. Políticamente, la Iglesia católica impuso la fecha y celebración del nacimiento del nuevo Dios, a fines de diciembre para metamorfosear esas costumbres paganas incluyendo, increíblemente, los detallitos de los regalos y el arbolito. Todo esto a pesar que, como hasta donde se sabe, en la Biblia no existe mención a la fecha del nacimiento de Cristo ni, mucho menos, se ordena que haya alguna celebración.
La política de los viejos (¿y sabios?) estrategas católicos se impuso históricamente y hoy, como sabemos, la navidad se celebra en todas las comunidades cristianas, casi sin excepción. Pero esta celebración que, en todo caso, debería ser, por su propia esencia, una celebración profundamente religiosa, es decir dedicada exclusivamente a la oración y meditación, se ha convertido en una fastuosa fiesta pagana de derroche y consumismo. En una vergonzosa vuelta a los orígenes, la sensualidad más vulgar se impone y asi, por ejemplo, millones de inocentes animales -pavos, cerdos, corderos o lo que sea- son alegremente acuchillados para satisfacer la orgía gúlica de la "noche buena", sin recordar, siquiera, que fueron los humildes animalitos pastoriles los únicos que acompañaron al pequeño Cristo naciente en ese precario -pero seguramente bello- pesebre del desierto. Estas objeciones al manejo de los misterios católicos, sumadas a las sinuosidades históricas de la jerarquía eclesiástica romana han sido decisivas para que notorias inteligencias de la historia de la humanidad hayan rechazado la fe en la Iglesia. Recuerdo a mis admirados Nietzsche, Schopenhauer y a los más cercanos Paz o Borges... Sin embargo, pese a todo y aunque terrible (para los que no tienen nada) ¡cuán bella y profunda suena siempre esta sencilla frase : "Feliz Navidad"! Es un momento de incomparable sinceridad abrazar a un ser querido y decirle, simplemente, Feliz navidad. Por ello, en estos dias de diciembre, al siempre presente dilema de creer o no creer, sólo se me ocurre una respuesta: Hay que querer creer para creer. Eso basta.
Así que a todos ellos, mis ateos escritores queridos, se encuentren donde se encuentren, les envio desde aquí un devoto saludo navideño. (Disculpen ustedes).
Y, desde luego, a los destinatarios de estas notas, mis virtuales nietos: ¡FELIZ NAVIDAD!
DIC. 07.
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